miércoles, septiembre 13, 2006

The time is the same

Durante la mayor parte de mi vida fui puntual. Llegaba a tiempo a la escuela, a casa, con los amigos o incluso al trabajo.
Un amigo me decía que yo era siempre puntual como un ingles, y a mi me gustaba; imaginaba a los ingleses elegantes y altos, en perfectos trajes color gris oxford y con dorados relojes de bolsillo de los cuales una brillante cadena se dejaba ver. Por tanto, me gustaba pensar en mi, alto y elegante, con un perfecto traje gris oxford y un dorado reloj de bolsillo del cual una brillante cadena se dejaba ver.
Desde hace aproximadamente un año y medio hasta el día de hoy, me he preocupado un poco menos por aparecer justo a la hora señalada en muchos compromisos, claro, algunas cosas importantes no pueden descuidarse, pero otras quizá no merezcan el desgaste, muchas veces mental, que implica el tratar de estar presente justo en el tiempo indicado: cosas como el trabajo, reuniones formales o celebraciones religiosas quizá no siempre ameriten las inmensas dosis de estrés que, de no tener cuidado, pueden llegar a ocasionar.
Así que a veces, ni la elegancia, ni los trajes, ni los relojes dorados o las brillantes cadenas, pueden valer lo que vale el caminar sin prisa por las calles de la ciudad, por los pasillos del metro (mientras el mundo corre a tu alrededor), o por los patios de tu trabajo.

Hoy por cierto, tome un camión de la casa al trabajo, y luego del camión hay que abordar el metro, lo cual desde luego es totalmente caótico, supongo que si tuviéramos que evacuar la ciudad un día, la vista sería muy parecida a como luce una estación del metro Hidalgo o Indios verdes por la mañana, en fin, que yo iba a abordar y la gente, ansiosa por entrar al vagón, me empujo tan fuerte que entré digamos, “a presión”, y fui a dar hasta un asiento vacío casi sin querer. La excusa perfecta para sentarme a leer El vino del estío, de Bradbury y hacer más ameno el trayecto.

Que libro tan hermoso y cálido, casi puedes sentir el sol y el viento a tu alrededor mientras acompañas a Doug Spaulding vivir ese mágico verano de 1928 (y bueno, supongo que casi todos hemos tenido mágicos veranos):

“¿Adónde querría ir, qué querría hacer realmente?
-Ver Estambul, Port Said, Nairobi, Budapest. Escribir un libro. Fumar demasiados cigarrillos. Caer en un precipicio, pero ser salvado por un árbol. Recibir unos tiros en un callejón, en una media noche marroquí. Amar a una mujer hermosa.
-Bueno, no creo que pueda yo satisfacer todo eso –dijo la mujer-. Pero he viajado, y puedo hablarle de algunos lugares.”